ARCHIPIÉLAGO
Autor: María Belén Milla
Editorial: Celacanto
Páginas: 51
Año: 2016
Por: Julio Isla Jiménez
Considerar a Archipiélago (Celacanto, 2016), debut poético de María Belén Milla, únicamente como un buen primer libro de una joven poeta, es emplear con él una condescendencia que, a la vista de los resultados obtenidos, se encuentra fuera de lugar. Porque de un libro como este, que no exhibe las costuras de una hechura primeriza ni la ansiedad por impresionar al lector con la poca o mucha originalidad de su autor(a) –algo que lastra muchas veces las primeras publicaciones de algunos poetas–, debe decirse que es un buen libro a secas, cuyos logros nos hacen olvidar por completo que estamos ante el primero de su autora. Archipiélago es, pues, un buen libro de poesía –con todo lo que esto todavía puede significar para quien no ha perdido la fe en sus poderes– que se propone un objetivo mucho más modesto, pero a la vez más duradero, que otros poemarios. No pretende ser la catarsis de una conciencia desgarrada o el testimonio de una generación que busca diferenciarse de la anterior. El modesto propósito de Archipiélago es hacer poesía únicamente con las viejas armas de toda la vida: ritmo, musicalidad, imágenes, símbolos. Y lo consigue con una sobriedad que se evidencia desde la elección del título, una sola pero resonante palabra, que evoca un horizonte geográfico y simbólico abierto, al cual no se le ha querido añadir ninguna carga semántica que pueda direccionar y, por lo tanto, limitar las posibilidades de lectura, confiando a los propios poemas la tarea de revelar la última significación del libro.
De las viejas armas poéticas a las que nos referimos, las más profusamente utilizadas por la poeta son la metáfora, la imagen y la comparación, y lo hace con pareja eficacia en las tres secciones del libro. En los poemas amorosos de la primera sección, «Tres misivas», encontramos una gran variedad de estos recursos: «caridad de bosque», «dedos / de ciruelas maduras», «soledad de convento», «largas y amanecidas / plumas», «blancos / como las capillas arequipeñas, / lejanos / como dos Apus coloniales», que nos revelan una capacidad inventiva de un gran poder de sugestión. En «Puentes breves», segunda sección, predominan más bien las metáforas e imágenes relativas al nacimiento y la muerte, como en los poemas dedicados a la madre y al padre, pero con la constante presencia de elementos del reino vegetal que, detrás de su apariencia de inmutable y pasiva serenidad, preservan un caudal de saberes primordiales cuyo vislumbre constituye la forma más directa de acceder a lo más profundo de la existencia. Es lo que sugieren versos como: «Quizás en algún lugar del mundo / el sueño de un helecho / es materia sagrada / y un portal de caminos». La filosofía poética que se desprende de estos versos –esto es: que solo el acercamiento y la comprensión de la naturaleza nos permiten vislumbrar y experimentar lo sagrado– está sintetizada admirablemente en dos versos del poema «La ofrenda»: «Los rituales de la savia / rebasan al lenguaje». Finalmente, en «Fábulas», última y más heterogénea sección del libro, se revisita personajes, episodios y mitos de la historia peruana y universal para caracterizar a sus protagonistas a partir de aspectos geográficos o naturales; por ejemplo, a Santa Rosa de Lima, como una playa norteña, en la que «los mui muis / le rezan». Asimismo, son evocados personajes como Alejandro Magno e Ismene y escenas como la muerte de una gaviota en «Muerte en el norte» y una boda rural en «Nupcias en Santa Eulalia», donde el elemento vegetal vuelve a ser preponderante.
Apelar a las viejas armas poéticas de siempre, ¿hace de este libro un trabajado pero inane ejercicio poético que no tiene mucho que decir al lector actual? En absoluto. Archipiélago dice mucho y, gracias a su gran poder metafórico, lo hace con una resonancia mayor que la poesía que solo quiere expresar un mensaje y se agota al decirlo. La sensibilidad poética que se adivina en los poemas de este libro no ha soltado las amarras de lo contemporáneo, al grado que no tiene inconvenientes en echar mano de un hecho luctuoso que bien podría haber quedado olvidado en las páginas policiales si no fuera porque la visión empática de la poeta lo rescata, transfigura y eleva al rango de poesía. Se trata del poema «A una muchacha en la torre más alta del Sheraton», uno de los más originales del libro, inspirado en el suicidio de una adolescente desde la azotea del famoso hotel. La voz poética se dirige a la suicida con un tono de íntima complicidad, pero no para indagar o cuestionar las razones de su mortal decisión, o intentar disuadirla, desde la posición de superioridad moral de quien siente compasión por otro, sino para convencerla de que no debe temer por su acto, pues tras consumarlo, su ser se transmutará en algo más grande y eterno: «No importa la palabra: / para mí eres toda de lluvia / y has caído infinitas veces / en la hierba y las hortalizas. / Ahora eres lluvia, te digo».
Que la poesía que solo quiere ser poesía sea vista hoy con desconfianza o altivez por lectores que buscan en ella compensaciones personales particulares, no quiere decir que sus cualidades no puedan ser apreciadas por quienes todavía son capaces de escuchar la «callada y triste música de la humanidad». La poesía de Archipiélago nos devuelve la confianza en que las viejas armas poéticas de toda la vida no han perdido nada de su filo ni de su capacidad para seguir creando nuevas formas de belleza.