Artículos, Lucerna N°13

Poéticas de la desaparición: necroescrituras y violencia en Antígona González (Lucerna N°13)

Sara Uribe en Lucerna N°13 WEB

[Extracto del artículo «Poéticas de la desaparición: necroescrituras y violencia en Antígona González», publicado en Lucerna N°13 (Diciembre 2020)]

Por: Rocío del Águila Gracey

¿Cómo se debe pensar la violencia en México? ¿Qué papel cumple el estado y el crimen organizado en la corrupción, muerte y desapariciones? Al respecto, se señala que “México es un país en el que han muerto, dependiendo de las fuentes, entre 60 y 80 mil ciudadanos en circunstancias de violencia extrema durante los años de un sexenio al que pocos dudan en denominar como el de la guerra calderonista” (Rivera Garza 18). Esto demuestra que la situación de precariedad e inseguridad de la “guerra contra el narco” ha traído resultados nefastos para los ciudadanos y ha reformulado la concepción de estado-nación.

Bourdieu sostiene que el estado construye la realidad social mediante el ordenamiento y la imposición de categorías de percepción que se incorporan en la estructura mental como formas universales de lo que se entiende por estado-nación, armonía y agentes de seguridad (168). Esta definición permite concebir al estado como un instrumento de integración social; no obstante, ¿qué ocurre cuando esta integración se basa en la imposición de la violencia y el terror en la población?

A continuación, me gustaría proponer el uso de la poesía como herramienta política y de consumo del discurso hegemónico que internaliza la violencia. Jacques Rancière sostiene, en The politics of Literature, que existe una conexión entre política –como práctica colectiva– y literatura –como práctica del arte de escribir–. Los seres políticos poseen la palabra para definir qué es lo justo y qué es lo injusto; mientras que los escritores producen significado y utilizan las palabras para construir un mundo común.

De esta forma, se propone una nueva relación entre el acto de hablar, el mundo que se configura y la significación de las palabras, en cuanto la literatura se convierte en una máquina “for self-interpretation and for the re-poetization of life, capable of converting all the rubbish of ordinary life into poetic bodies and signs of history” (Rancière 29).

A partir de estas ideas, propongo que la poesía funciona como un régimen de significado que permite interpretar el mundo y transformarlo a partir de las mismas prácticas de la violencia que se observan. La labor poética funciona tanto de manera política como literaria para cuestionar el discurso hegemónico que utiliza la violencia para condicionar a los hablantes y a los ciudadanos.

Del mismo modo, quisiera contrastar [¿o conectar?] esta función política y literaria con el concepto de desapropiación propuesto por Cristina Rivera Garza. Las indagaciones de la autora rondan las preguntas “¿Qué significa escribir hoy en ese contexto [de violencia]? ¿Qué tipo de retos enfrenta el ejercicio de la escritura en un medio donde la precariedad del trabajo y la muerte horrísona constituyen la materia de todos los días? ¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos?” (Rivera Garza 19).

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[Las notas a pie de página han sido omitidas para facilitar la lectura en línea]

Rocío del Águila Gracey (Lima, 1988). Estudiante de doctorado del programa de Culturas Latinoamericanas, Ibéricas y Latinas en el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Es magíster en Estudios Hispánicos por la Universidad de Illinois en Chicago. Ha publicado los libros de poemas La falsa piel que me habita (Hipocampo editores, 2013) e Infinito (Hipocampo editores, 2015).

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Artículos, Lucerna N°13

Locura y transgresión: la sexualidad disidente de la Madre y la Pianista en Efecto invernadero de Mario Bellatin (Lucerna N°13)

Mario Bellatin en Lucerna N°13 WEB

[Extracto del artículo «Locura y transgresión: la sexualidad disidente de la Madre y la Pianista en Efecto invernadero de Mario Bellatin», publicado en Lucerna N°13 (Diciembre 2020)]

Por: Alexandra Arana Blas

El escritor Mario Bellatin (México DF., 1960) tiene una literatura que se caracteriza por un lenguaje sencillo, minimalista y directo; que presenta personajes generalizados, y tanto los detalles como los espacios cobran un sentido simbólico en sus historias. Estas mismas las podemos encontrar en la novela Efecto invernadero, escrita en 1992. Si bien esta no ha gozado del éxito masivo que podemos identificar en otras de sus obras, como Salón de belleza, se trata de una que debe ser rescatada por la complejidad y contradicción de sus personajes queer, quienes también corren el riesgo de caer en la jerarquización del poder.

Efecto invernadero tiene como protagonista a Antonio, joven artista que se encuentra en sus últimos años de vida y pide la ayuda del Amante y la Amiga para que lleven a cabo los preparativos para su muerte. En una narración no lineal, se nos presentará la vida de Antonio en París y en Lima, así como las relaciones que tuvo tanto con hombres como con mujeres. Si bien uno podría identificar a Antonio como un personaje fuera de la norma, su relación y aproximación con personajes como la Madre y la Pianista demuestran que en realidad ha asimilado el discurso hegemónico y ejerce poder para oprimirlas.

A partir de lo expuesto, el objetivo del presente ensayo será demostrar el límite de la transgresión del discurso que realiza Antonio y sustentar que, en realidad, es un personaje queer fallido. Para ello, se analizará su relación con la Madre y con la Pianista y se propondrá que la Pianista es el personaje más oprimido, ya que se trata de un personaje femenino queer que desestabiliza el discurso, por lo cual será castigada y silenciada.

Desmintiendo lo “íntimo”: la internalización de las normas
El sentido común nos dicta que el inconsciente es lo más íntimo del sujeto, aquello que no se ve influenciado por elementos externos. Sin embargo, autores como Jacques-Alain Miller señalan que este es producto de fuerzas “externas” e “internas”, con lo cual debe ser considerado como un “éxtimo”. De esta manera, uno de los primeros componentes que forman el inconsciente será el género, dividido por la sociedad en masculino y femenino, el cual se basa en el sexo asignado al nacer. Esta dicotomía del género tendrá por consecuencia la repartición de roles y la “heterosexualización del deseo”. Este último direccionará el deseo hacia las personas del sexo opuesto, con el fin de asegurar la reproducción de la población y la dinamización del sistema de producción. Por ello, todo deseo que escapa de la norma, como la homosexualidad, será marginalizado, y se situará al lesbianismo en la esfera de lo innombrable y lo impensable. Para que un sujeto sea considerado como queer en este contexto, debe disolver las fronteras del cuerpo y del espacio, así como someter a crítica su propia identidad, con lo cual cuestionará las normas interiorizadas que rigen sus acciones.
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[Las notas a pie de página han sido omitidas para facilitar la lectura en línea]

María Alexandra Arana Blas (Lima, 1994). Es Licenciada en Literatura Hispanoamericana por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha colaborado en el Proyecto Sacsamarca de la DARS, del cual se tuvo por resultado un documental y un libro sobre las festividades de la comunidad ayacuchana de Sacsamarca. Ha redactado una tesis alrededor de la representación de los personajes femeninos queer en la literatura peruana de los años 90, y ha ganado premios de investigación alrededor del estudio de personajes femeninos y queer en la literatura. Actualmente se dedica a la investigación de la cultura pop, la cultura asiática (china y japonesa), género y comunidades queer y LGBTIQ+

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Artículos, Lucerna No. 10

El proyecto de vanguardia surrealista de César Moro en la exposición de 1935 (Lucerna N°10)

[Extracto del artículo «El proyecto de vanguardia surrealista de César Moro en la exposición de 1935», publicado en Lucerna N°10 (Diciembre 2017)]

Por: Nuria Cano Erazo

En el tiempo, existen diversos modos de expresión de lo sensible, de tal manera que es necesario rescatar aquello que la Historia ha relegado. Esta vez nos sumergiremos en la primera mitad del siglo XX, que, en la Historia del Arte peruano, se conoce por la relevancia de la imagen indigenista. En esta ocasión, el tema es la inserción del surrealismo en las artes plásticas del Perú a partir de la propuesta artística de César Moro.

En esta época, el gobierno de Augusto B. Leguía, desde 1919 hasta 1930, marcó una etapa importante por los exorbitantes préstamos para la inversión de la modernización de Lima. A la par de estos cambios, se promovió la llamada “patria nueva” para la cual la estética indigenista fue indispensable. Con el apoyo del gobierno y las instituciones como la Escuela Nacional de Bellas Artes, esta imagen se convertiría en la representación nacional de lo sensible en determinado tiempo, es decir, esta imagen sería la adecuada para la mayoría social.

Esto no quiere decir que, en ese momento, no hayan existido otras inquietudes ligadas a la creación visual. Registro de ello son las exposiciones en los pocos espacios que funcionaban como galerías de arte. Tomemos en cuenta que una exposición es una acción de organización de imágenes y discurso en un recinto. Surge la necesidad de mostrar al espectador nuevas formas en la representación visual. En algunos casos, se trata de repeticiones de la tendencia del momento, pero en otros se hace evidente una posición innovadora en el medio. Sin embargo, la mayoría de exposiciones eran de estética indigenista. Frente a tal imagen dominante, hubo una exposición organizada y realizada en mayo de 1935 por César Moro dentro de las salas de la Academia Alcedo, actual Conservatorio Nacional de Música.

César Moro, en una de las cartas que envió a su amigo el poeta Emilio Adolfo Westphalen hacia 1946, le recuerda: “Nunca antes habían visto nada semejante, ni insolencia mayor que nuestra exposición del 35”. Además, Westphalen menciona en sus memorias: “Con Moro colaboré en la publicación del catálogo de la primera exposición de pintura surrealista realizada en Lima en 1935 y que escandalizó al público”. Estos dos testimonios son claves para el inicio de la investigación, por una parte, porque Westphalen anuncia la concurrencia del público y la mirada atónita de ellos hacia las imágenes; y, por otra parte, debido a que Moro en su carta reafirma la “insolencia” en las imágenes. Desde esta expresión de dos amigos poetas, ¿cómo hallar los indicios de la importancia de esta exposición? El trabajo de archivo parte de ahí.

El evento expositivo es anunciado en el diario La Crónica del miércoles 1 de mayo. Se mencionan a todos los artistas participantes: “Jaime Dvor, Waldo Parraguez, Carlos Sotomayor y Gabriela Rivadeneira”. Esta exposición duró del tres al quince de mayo. En el anuncio del diario La Prensa, el 4 de mayo de 1935, al día siguiente de la inauguración, a la cual concurrió numeroso público de la escena artística limeña, una nota la denomina: “Exposición surrealista en la academia Alcedo”. En cuanto a la presentación de las obras, E.A. Westphalen describe el espacio y la exposición como “Una sala utilizada más que ocasionalmente para exhibir «obras de arte»”, que “se cubría de imágenes desmedidas e insólitas pero que había que admitir pues se guardaban las apariencias: las pinturas y los trozos de papel pegados tenían marco y había objetos sobre pedestales – todo ello dentro del local habitual”.

A pesar de que se trataba de una exposición colectiva, la mayoría de obras le pertenecían a César Moro, lo cual demuestra su vasta producción pictórica.

En el “Suplemento dominical” del diario La Prensa, llamado Letras – Artes – Ideas, el 5 de mayo de 1935, aparece un comentario donde se define la exposición como efectuada por un grupo de “artistas revolucionarios”; además, se comenta que “Las dos salas ostentaban más de cincuenta cuadros, todos de concepción inesperada para los que normalmente visitan las exposiciones de pintura”. La exposición realmente resultó excepcional para el medio artístico de la época, pues, según el diario, se vieron “Formas extrañas y colores insólitos, puestos en una libertad que debió exasperar a los profesores meticulosos de perspectiva”. En sentido general, se interpreta el carácter de la exposición como “Algo polémico, en plan belígero, el programa interesó mucho como un complemento a la sugestión general de esta muestra especial, juvenil y nueva entre nosotros.” Asimismo, se reafirma que “La mayoría de las obras pertenecen a César Moro”.

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Nuria Andrea Cano Erazo (Lima, 1989). Artista plástica de la Escuela Nacional de Bellas Artes del Perú con mención de honor en la especialidad de Pintura. Magíster en Historia del Arte y Curaduría de la Pontificia Universidad Católica del Perú, con la tesis: El proyecto de vanguardia surrealista de César Moro en la exposición de 1935. Cuenta con tres exposiciones individuales: Bajo soles mostrencos en la galería del ICPNA de San Miguel, 2016. Un río yace en mi espalda en el Centro Colich, Barranco, 2016 y Testimonios Retratados en la galería Le carré d’art de la Alianza Francesa, 2014. Además, ha participado en exposiciones colectivas, como Les chercheurs d’or, en el Castillo de Saint – Auvent, Limoges – Francia; Camino al Bicentenario I: Tarea mi Perú, en la galería Fórum, y Constituciones en la galería L’imaginaire de la Alianza Francesa, 2016. Ganó el tercer lugar en la categoría «Paisaje contemporáneo» del concurso internacional de pintura rápida «Mario Urteaga Alvarado» 2017, en Cajamarca. Finalista en diversos concursos como Pasaporte Para un Artista 2015 y el Concurso Nacional de Pintura del Banco Central de Reserva del Perú 2015.

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Artículos, Lucerna No. 3

La flor de carne: reflexiones sobre Ejercicios materiales de Blanca Varela (Lucerna N°3)

[Extracto del artículo «La flor de carne: reflexiones sobre Ejercicios materiales de Blanca Varela» publicado en Lucerna No. 3 (Julio 2013)]

Por: Ethel Barja

La poeta peruana Blanca Varela (1926-2009) inició su experiencia creadora alrededor de los años 50 en la compañía inmediata de Javier Sologuren, Sebastián Salazar Bondy, Fernando de Szyszlo y Jorge Eduardo Eielson. Esta época mostró una particular efervescencia intelectual que dio lugar al surgimiento de la denominación «generación de los 50», cuya definición no ha llevado a un punto de acuerdo a los historiadores. La asociación del trabajo de la poeta con los escritores de aquel entonces debe entenderse en función de su formación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, su asidua presencia en la Peña Pancho Fierro de Alicia y Cecilia Bustamante, y su colaboración en las revistas Las moradas y Amaru, dirigidas por Emilio Adolfo Westphalen. Asimismo, compartió con sus coetáneos la incorporación a la literatura de conceptos y técnicas de construcción espacio-temporales de las artes plásticas.

La importancia de la espacialidad en la poesía de Varela reposa sobre los cimientos de la poesía peruana contemporánea. Esta, según Salazar Bondy, reflejaba tanto la belleza «asida a la pulpa misma del hombre» de César Vallejo, como la «alquimia de color, música e imagen» de José María Eguren. Se trata de un sentido plástico que Varela asume y que hace que el espacio pictórico y el poético se confundan. Esta tendencia forma parte de un espíritu topográfico que traspasa la poesía de Varela. Particularmente, en su poemario Ejercicios materiales (1978-1993) este sentido espacial reside en imágenes poéticas asociadas al cuerpo.

El título del poemario hace explícita referencia a los Ejercicios espirituales (1522-1523) de San Ignacio de Loyola. Este libro plantea operaciones espirituales que buscan dejar el alma en condiciones adecuadas para un diálogo con Dios. Según Caroline Walker la contemplación divina, propia del misticismo del siglo XVI, era entendida como un don. Sin embargo, desde la baja Edad Media se sostuvo la posibilidad de una elevación mediada por un deliberado control, disciplinamiento, e incluso tortura de la carne. De ahí que Loyola hable de un acceso a la experiencia mística a partir de un trabajo sobre el cuerpo que libere al alma de las afecciones de este.

Como señala Eduardo Chirinos, la visión de San Ignacio sobre la relación entre alma y cuerpo no es excluyente. Se trataría de una comprensión «moderna» de una alianza que deja atrás la tortura de la carne. Además, como afirma Chirinos, adhiriéndose a Roland Barthes, el trabajo sobre el cuerpo planteado por San Ignacio impone una materialidad en sus ejercicios espirituales, dada la presencia de un cuerpo específico y no conceptual. Por ello, no es extraño que Loyola defina sus «ejercicios espirituales» en analogía con ejercicios corporales, pues plantea que toda acción para preparar el alma y distanciarla de las afecciones del cuerpo y así ponerla en presencia divina es una acción semejante a la de pasear, caminar o correr. Nótese, no obstante, que el planteamiento de Loyola respecto a la relación entre alma y cuerpo no supera la reducción de este último a un mero instrumento para lograr la elevación mística; ya que el control y disciplinamiento median toda preocupación respecto al cuerpo.

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Ethel Barja (Huanchar, 1988). Es autora de los libros Trofeo imaginado entre dientes (2011), Gravitaciones (2013), Insomnio vocal (2016) y Travesía invertebrada. Seguido de Wandeo (2019) por el que recibió el Premio Cartografía Poética 2019 (Perú) organizado por Lumpérica Cartonera. Su escritura ha sido incluida en Voces al norte de la cordillera: Antología de voces andinas en los Estados Unidos (2016) y en las revistas Hostos Review, Los Bárbaros (EE.UU.), Stadtsprachen Magazin, Madera, alba.lateinamerika lesen (Alemania), Lucerna (Perú) entre otras. Es licenciada en Lingüística y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Perú y maestra en Literatura Hispánica por la Universidad de Illinois en Chicago. Actualmente, vive en Providence (EE.UU.), donde estudia un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad Brown. Su página de autora es: http://www.ethelbarja.com

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Artículos, Lucerna N° 11

La poética teatral de Juan Ríos. Un acercamiento a La selva (Lucerna N°11)

[Extracto del estudio «La poética teatral de Juan Ríos. Un acercamiento a La selva» (Lucerna N°11) (Noviembre 2018)]

Por: Williams Ventura Vásquez

Durante las primeras décadas del siglo XX, los dramaturgos limeños no encontraron un ambiente propicio para satisfacer sus tentativas teatrales. El público, acostumbrado al espectáculo teatral del siglo XIX, fue indiferente al quehacer dramático de los poetas modernistas por resultar experimental en el manejo del lenguaje poético. Con excepción del rediseño del teatro costumbrista de Yerovi (La de cuatro mil), la inquietud del drama histórico de Chocano (Los conquistadores, 1906), la reconstrucción del pasado colonial de Mariátegui (Las tapadas, 1915), la tentativa simbolista de López Albújar (Desolación, 1917) y el drama pastoril de Valdelomar (Verdolaga, 1917) se mantuvieron relegados ante las otras obras de tendencia romántica, realista y naturalista.

La conciencia estética, en consonancia con las influencias europeas, se distancia de los enfoques tradicionales, la subjetividad, las expresiones del lenguaje, las técnicas y los procedimientos literarios. Se concibe, desde mediados de la década del veinte hasta los cuarenta, una línea expresiva vanguardista que intenta reflejar las profundidades de la psique humana, la incertidumbre del hombre y los problemas sociales. No obstante, el replanteamiento de las estéticas tradicionales no evidenció una notoria y fecunda asimilación teatral debido a la indiferencia del público frente a la exigencia interpretativa de la expresión dramática. Las obras, dirigidas a un cenáculo intelectual, dejaron al margen a la masa popular; pocas se representaron y otras se publicaron o quedaron inéditas al margen del imaginario colectivo como 13 Club (1929) de Luis Berninsone, Caperucita encarnada (1956) de J. Marrokín, y Ojo de gallo (1940) de César Moro.

El interés estilístico renovador demostró la capacidad multifacética del artista-poeta por asimilar técnicas en el ámbito dramático. De ese modo, a partir de 1940, se da importancia a la formación de actores, directores, escenógrafos y se fomenta la puesta en escena de piezas teatrales cuya técnica escénica refleje la tendencia de lo moderno. La renovación cultural y teatral se enlazó oportunamente con la intervención de la Asociación de Artistas Aficionados (1938) y la Escuela Nacional de Arte Escénico (1946); y el apoyo de compañías independientes (Histrión, Club de Teatro, entre otros). El alejamiento de los estándares tradicionales condujo a la implantación de una expresión revitalizadora, a la vez que el público asimiló las obras cuyo discurso poético se conjugaba con las nuevas posibilidades escénicas.

En efecto, el afianzamiento del teatro peruano gracias al fomento de la cultura teatral por parte del Estado, desde la década del 40 hasta mediados de los 60, incrementó el interés de los espectadores por el espectáculo y la preparación de los escritores quienes asimilaron técnicas modernas del teatro norteamericano y europeo. Percy Gibson, Juan Ríos, Roca Rey, Sebastián Salazar Bondy y Solari Swayne asumieron los modelos modernos del teatro con un sello auténtico y de superación. Sus obras dominaron el repertorio local con una dimensión teatral que se denominó “teatro poético”. Si bien encontramos ciertas características como la composición de una obra en tres o más actos, la temática de corte naturalista que demuestra un conflicto entre el hombre y su realidad social, política y telúrica; el acercamiento a la tendencia universalista y la técnica experimental e innovación temática, las piezas estuvieron determinadas por un manejo de la escritura dramática con una propuesta personal. En este período, la escritura teatral ejerce un papel determinante en la potencialización del elemento lírico subjetivo, textual y retórico.

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Williams Nicks Ventura Vásquez (Lima, 1987). Magíster en Literatura Peruana y Latinoamericana y Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Su interés en el campo de investigación se enfoca en la poesía, la narrativa y, sobre todo, en evaluar el valor poético de las piezas dramáticas de los escritores más representativos de la literatura peruana de siglo XX. Ha participado en congresos literarios organizados por la Academia Peruana de la Lengua, la Casa de la Literatura Peruana, la UNMSM, entre otros. Actualmente, se desempeña como docente en la Universidad Católica Sedes Sapientiae y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

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Artículos, Lucerna No. 4

Lo que el poema no dice: amor cortés y erotismo en «¿Cuándo, señora mía»? de Carlos Germán Belli (Lucerna N°4)

[Extracto del artículo «Lo que el poema no dice: amor cortés y erotismo en «¿Cuándo, señora mía»? de Carlos Germán Belli» publicado en Lucerna N°4 (Diciembre 2013)]

Por: Jim Anchante Arias

La poesía de Carlos Germán Belli (Lima, 1927) es, sin duda alguna, una de las cumbres de la lírica contemporánea escrita en español. Desde sus primeros poemas aparecidos a fines de los 50 hasta la fecha, se ha ido labrando una obra que ha conocido diversas facetas: lo surrealizante, lo conversacional, lo disonantemente tradicional e intelectual, entre otras, convergen en una poesía que, como una caja de pandora, nos sigue sorprendiendo con su renovada fusión entre tradición y modernidad. A continuación, quisiera detenerme en un aspecto esencial de su poesía: el tema amoroso y, en especial, su peculiar relación con el amor cortés y el erotismo. Ello a partir de la lectura de su poema «¿Cuándo, señora mía…?», incluido en su libro Bajo el sol de la medianoche rojo (México D.F., 1990).

1. El amor belliano
Diversos investigadores están de acuerdo en que el tema amoroso recorre, con sus variantes, la poesía de Belli. Desde su primer libro hasta el presente, se va configurando una visión multiforme de lo afectivo pasional. Sin embargo, hay una suerte de «acuerdo» entre la crítica sobre un periodo especial de su obra en que se enfatiza, de manera original, la relación entre amor cortés y erotismo. John Garganigo pone título y fecha propios para ello:

Un poema clave de esta colección [Por el monte abajo (1966)] es «A mi esposa», poema que inicia una nueva perspectiva en la obra belliana. La mujer se convierte en una fuerza positiva que logra aliviar las penas del poeta, restituyéndole parte de su perdida humanidad. El poeta que se había sentido expulsado del paraíso condenado a rodar en este mundo terrestre, ahora recobra su propia faz, adquiere una nueva dimensión.

Ricardo González Vigil también incide en ello al afirmar que «la transformación de Belli tuvo como centro la poesía amorosa, celebrando la unión erótica con su mujer». Así, se pasa de una ideología y estética donde predomina el escepticismo, el pesimismo y la crítica a una sociedad deshumanizadora, a una visión más idealista y positiva de la vida, teniendo como eje el sentimiento amoroso. Claro que con sus peculiares características dentro de un tema-río en que tanta agua ha corrido a través de la historia. Sobre la representación del personaje femenino – objeto amoroso en esta etapa de la obra belliana, nos dice González Vigil:

Trátase, además, de una amada nada fugitiva; una amada conquistada y entrelazada a su propia vida, en el «yugo» (cónyuges de un único arado) matrimonial. Al no estar embebido por las formas cultistas, sino por la entrega a su mujer, Belli pudo librarse de los ecos platónicos, provenzales, petrarquistas y románticos que separan el Alma (marcada positivamente, como lo espiritual y superior) y el Cuerpo (marcado negativamente, como lo material e inferior); pudo festejar la pareja amorosa corporalmente en orgasmos que quisiera ser perpetuo: la amada (cuerpo y alma ya no separados) viene a ser la auténtica Hada Cibernética; sueña con «una celeste cama» a compartir con su mujer en el Más Allá, etc.

Diferentes facetas de la misma Dama: el Hada Cibernética, la Más que señora humana… La esposa como eje de la afectividad del poeta. Una fusión entre cuerpo y espíritu, deseo y evocación, arrobamiento pasional e idealismo. Una búsqueda por que dos se fusionen en uno de forma intemporal, aunque partiendo de un contexto y un tiempo precisos. Estas son las premisas a partir de las cuales se abordará el poema «¿Cuándo, señora mía…?»:

¿Cuándo, señora mía, dormiremos
por primera vez entre cielo y suelo;
como aves en el seno de su nido,
dos peces juntos en el vasto mar,
olmo y liana en el bosque pegadísimos
hasta coronar una sola planta?
Y los ojos al fin
cerrarlos juntamente,
y así tú y yo mirar
de uno y otro en el insondable fondo,
más allá de los sueños de la noche,
y los recónditos reinos invisibles;
y nuestros cuerpos y almas
no dos seres, mas uno exacto sí.

Un poema deudor de la tradición poética hispana en varios aspectos. Por ejemplo, a nivel métrico se observa el empleo de la estancia, a la manera de la «Égloga I» de Garcilaso de la Vega (1503?-1536): estrofas de catorce versos de disposición regular de los mismos (endecasílabos los versos 1, 2, 3, 4, 5, 6, 10, 11, 12 y 14; heptasílabos los versos 7, 8, 9 y 13). Formalmente hablando, solo hay dos diferencias entre ambos poemas: la rima consonante que emplea Garcilaso, en oposición a los versos blancos de Belli, además de que en el poema de nuestro autor la estrofa final es de solo ocho versos.

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[Las notas a pie de página son omitidas para facilitar la lectura en línea]

Jim Alexander Anchante (Lima, 1979). Doctor en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Doctor en Estudios Iberoamericanos por la Université Bordeaux Montaigne (Francia). Ha publicado los ensayos literarios Poesía, ser y quimera: estudio de La mano desasida de Martín Adán (2012), Las figuras del cazador: símbolos, alegorías y metáforas en Simbólicas de José María Eguren (2013) y El laberinto de la palabra: ensayos de literatura peruana (2018); también el manual de comprensión y producción de textos Horizontes de la palabra (2016), así como numerosos artículos en el Perú y en el extranjero. Obtuvo la beca franco-peruana “Raúl Porras Barrenechea” en 2012, así como las menciones honrosas del Premio Copé de Ensayo en 2010 y 2012. Ha enseñado en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Ricardo Palma. Actualmente enseña en la Universidad Nacional Agraria La Molina y en la Universidad San Ignacio de Loyola.

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Artículos, Lucerna No. 8

La originalidad como actitud: el caso de Ricardo Peña Barrenechea (Lucerna N°8)

[Extracto del artículo «La originalidad como actitud: el caso de Ricardo Peña Barrenechea», publicado en Lucerna N° 8 (Noviembre 2015)]

Por: Renato Guizado

Para comprender la personalidad creadora de un artista, el método y significado de sus obras, es fundamental estudiar la relación que tiene frente a la tradición de su arte. A saber, la influencia de otros textos en la composición poética es inevitable por mucho que se ensaye el aislamiento o la absoluta originalidad ya que la poesía se alimenta de sí misma y, en última instancia, la expresividad de las lenguas se ve expandida en su poesía, pues, como sostiene T. S. Eliot, esta se inmiscuye indirectamente en la materia con que construirán los futuros poetas. Ahora bien, esta relación no se concreta con el mismo cariz en todos los casos, sino que las actitudes que los poetas pueden asumir frente a lo ya existente son de distinta índole: de la traducción a la reformulación total, la tradición siempre ocupa un lugar privilegiado en cada nueva búsqueda. Así, de las numerosas posibilidades de influencia, quizá la que más luces arroja sobre el proceso creativo sea aquella en que el poeta da evidencias, ya sean tácitas o explícitas, de los textos y autores de los que ha bebido su propuesta. Existen dos tipos de poeta descansando en este rango: aquellos que buscan una coincidencia casi total con las fuentes, calcando los giros más reconocibles y externos e ignorando que su funcionalidad depende de una estructuración mayor que traba todos los estratos de la lengua y no solo los más evidentes; y los poetas que, más bien, captan la construcción esencial de las obras que admiran. La diferencia, entonces, puede percibirse en la valoración estética de los resultados.

La segunda situación se evidencia con facilidad en Eclipse de una tarde gongorina (1930) de Ricardo Peña Barrenechea, libro que contiene veintisiete poemas líricos y una prosa. Ricardo Peña Barrenechea fue un poeta limeño nacido en 1896, cuya extensa obra poética, exhaustivamente ordenada e inédita en parte, se escribe entre los años 1924 y 1937 y comprende títulos como Lucimiento y desvelo (1933) y Discurso de los amantes que vuelven (1934), muestra de una técnica felizmente lograda, así como algunas piezas teatrales. En relación con el tema que abordaremos, por ejemplo, Ricardo Silva-Santisteban anota en la presentación de la Obra poética completa del autor que los elementos convencionales de la poesía de don Luis de Góngora y Argote no se hallan en los versos de Eclipse de una tarde gongorina, a pesar de que su título parece sugerir su indiscutible presencia. Tal circunstancia resulta inusual por dos razones: primero, porque no se evidencia expresamente el lugar de la figura del cordobés o de su poesía en la expresión o el significado del libro; y, segundo, porque esa huella ausente comúnmente se evidencia sin dificultad en aquellos que tientan su estilo. Esto dará la clave sobre la actitud de Peña, pues su espontaneidad reside en que afronta sus influencias de un modo único. La misma afirmación es válida para describir la influencia que ejerce la voz de José María Eguren sobre Peña, quien no regateó su admiración por las composiciones egurenianas, tal como se observa en su ensayo «Doctrina y estética del paisaje». En lo sucesivo, este artículo advertirá los puntos de contacto y alejamiento entre poemas de Peña Barrenechea, especialmente los de Eclipse de una tarde gongorina, y el estilo de José María Eguren, con el fin de demostrar que la originalidad de su producción «manifiesta ejemplarmente la asimilación personal que todo poeta […] realiza de la estructura poética y de la tradición artística».

En primer lugar, que Ricardo Peña Barrenechea haya experimentado el influjo de la lírica de José María Eguren se explica en la figura que su obra proyectaba sobre sus contemporáneos. Eguren es considerado desde la crítica temprana como el fundador de la tradición poética moderna en el Perú por su espontánea y eficiente versión del simbolismo europeo que se contrapuso al escenario modernista imperante en una época en que tanto Rubén Darío como José Santos Chocano gozaban de todo su prestigio y perfilaban la norma poética del momento. En la actualidad se sabe, como señala Ricardo Silva-Santisteban, que el poeta limeño «marca […] con nitidez el nacimiento de la poesía peruana contemporánea, que solo a partir de este libro [Simbólicas] comenzará a alinearse cronológicamente con los grandes movimientos de la modernidad». Pero ya en 1911, el filósofo Pedro S. Zulen da cuenta de la novedad de Simbólicas el mismo año de su aparición, señalando visionariamente la importancia que tendría para los creadores posteriores: «Jamás hemos escuchado un género como el de ‘Simbólicas’, que viene a iniciar una tendencia nueva en la poesía nacional, y acaso un nuevo concepto de simbolismo en la poética»; y hacia 1929 tanto Colónida como Amauta lo habían consagrado como ejemplo de auténtico quehacer poético contemporáneo. Por otro lado, también es cierto que las técnicas explotadas en la lírica egureniana supusieron contundentes adelantos en distintos planos de la creación, aportes inevitables para las generaciones posteriores. Silva-Santisteban, por su parte, subraya el mérito de Eguren en asimilar al castellano una corriente que debería esperar a la vanguardia y a la Generación española del 27 para ser apreciada a cabalidad; mientras que el poeta y crítico Stefan Baciu identifica en esta poesía rasgos de lo que será el gusto de la vanguardia, por ejemplo, el collage; y reconoce que sin su novedoso universo poético «no habría sido posible ni la poesía de César Vallejo, ni aquella de César Moro».

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[Las notas a pie de página son omitidas para facilitar la lectura en línea]

Renato Guizado Yampi (Lima, 1991). Es magíster en Lengua y literatura con mención en literatura hispánica. Ha escrito artículos sobre la poesía de José María Eguren, Javier Sologuren, Francisco de Quevedo, Carlos Germán Belli, Luis de Góngora y Argote, entre otros. Ha publicado los libros Detalle, ritmo y sintaxis en la poesía de José María Eguren (2017), Forma y sentido en la poesía de Ricardo Silva-Santisteban (2018) y coeditado el volumen Lingüística y poética (2019), publicado por la Academia Peruana de la Lengua. Actualmente se desempeña como docente en la Universidad de Piura.

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Artículos, Lucerna N° 12

Paraíso y abeja: coincidencia en el prodigio de las islas (Lezama Lima y Zambrano en la espiral del tiempo) (Lucerna N°12)

[Extracto de «Paraíso y abeja: coincidencia en el prodigio de las islas (Lezama Lima y Zambrano en la espiral del tiempo)», publicado en Lucerna N°12 (2019)]

Por: Isabel Murcia Estrada

Un domingo de octubre del año 1936, el mismo día en que María Zambrano llegaba a La Habana, se produjo el “encuentro sin principio ni fin” entre la filósofa española y el poeta cubano José Lezama Lima. Las vidas de ambos quedaron atravesadas por la figura del otro, provocando una falla en su propia temporalidad vital. Podríamos decir que aquel encuentro constituyó un événement en el sentido de A. Badiou en L’être et l’événement, es decir, un evento que quebró el saber de ambos porque con él surgió una verdad no considerada previamente. Y es que la confluencia de ambos pensamientos, Zambrano y Lezama, filosofía y poesía, quedaría desde ese momento irremediablemente entreverada.

Ese encuentro sin principio ni fin representó un desafío para la concepción racional del tiempo. “En el prodigio de las islas” (Lezama Lima, Zambrano y Bautista 122), como las describe Lezama en una de sus cartas a Zambrano, Cuba es una falla en el tiempo, un corte en la continuidad temporal donde la infancia de María Zambrano renacerá, se hará presente. Allí dijo que recuperó su patria pre-natal, tiempo antes del tiempo, sueño previo a la vigilia, la atemporalidad anterior al tiempo sucesivo del reloj. No en vano, “[l]a isla no es un lugar, sino una situación” (Manganelli 144), por lo que la relatividad del tiempo, unida a la relatividad de la isla, será el escenario perfecto para engendrar la peculiar concepción de la temporalidad que explicaremos a continuación.

En este ensayo analizo las coincidencias en la concepción del tiempo que definieron María Zambrano y Lezama Lima a lo largo y ancho de su obra. A pesar de que en Lezama Lima este tema no es central —él mismo, en su entrevista con Jiménez Emán, al hablar de su relación con Marcel Proust, marca distancia con este último afirmando que “el tema que preocupó toda la vida a Marcel Proust fue el tema del tiempo. A mí el tema que me interesa es el tema de la imagen”—, está explicado en forma suficiente como para establecer las conexiones que se pueden apreciar en ambos autores. Alejándose tanto de la idea positivista de tiempo lineal cuanto de la noción del tiempo circular como repetición o eterno retorno, en Zambrano y en Lezama surge el concepto de espiral del tiempo, que bien podría ser la síntesis de las representaciones anteriores, pues los dos conciben la temporalidad como caracol, como constante renacimiento donde no cabe la repetición, porque, como escribió Lezama, “lo que ha sucedido, no volverá a suceder” (“Incesante temporalidad” 165).

El tiempo como isla: la síntesis del tiempo.
Tomás Moro localiza su Utopía, esto es, la posibilidad del estado ideal de la república, en una isla. Pero, ¿por qué una isla? En su libro segundo se explica que Utopía es una isla artificial cuyo vínculo con el continente fue cortado. Metafóricamente, cualquier isla implica cierto aislamiento del continente, del resto. Por tanto, el escenario ideal para crear un estado idílico es un espacio no contaminado, no manchado con los vicios del continente. Es el lugar idóneo para empezar de cero, sin variables ajenas que puedan influir en la nueva posibilidad, pero la isla también es la posibilidad en sí.

Para Zambrano la isla parece constituir una alteración del tiempo, una discontinuidad en el continuo, sucesivo y casi inevitable tiempo continental. En “Isla de Puerto Rico” afirma que “[u]na isla es para la imaginación de siempre una promesa. Una promesa que se cumple” (3). Por tanto, la isla no solo es el no-espacio, en cuanto utopía, sino que también es el no-tiempo, porque la promesa es una realidad que todavía no existe, que no ha llegado aún, que está por venir. En este sentido podría vincularse al futuro. Sin embargo, la isla también es pasado, memoria. Cuenta en “La Cuba secreta” que al llegar a La Habana, experimentó una “respuesta física y por tanto sagrada” al nuevo lugar, y regresaron a ella sus recuerdos de infancia, “la rama dorada del limonero a la caída de la tarde en el patio familiar”. Ante el nuevo escenario, percibió una realidad que creyó “recordar que la había ya vivido” (107). La define como patria pre-natal, como ese tiempo del sueño que es un “puro estar yacente sin imágenes”, donde la “memoria ancestral no ha surgido todavía, pues es la vida quien la va despertando” (107).

En las múltiples temporalidades, Zambrano describe tres estructuras del tiempo: el dormir sin sueño, que representa la duración o pre-temporalidad, donde no existe acción alguna del ser, donde no hay movimiento; el sueño, donde nos encontramos ante la atemporalidad, pues aunque hay movimiento, el ser no puede actuar, es pasivo; y la vigilia, que es cuando aparece la temporalidad, la sucesión del tiempo.

La isla es entonces la síntesis del tiempo, el lugar de la confluencia del tiempo del sueño y del tiempo de la vigilia, de la atemporalidad y la temporalidad, del movimiento sin acción y de la sucesión de acciones. Es la intermitencia, la interrupción, el vacío necesario en el tiempo sucesivo para que se forme el pensamiento. Porque para Zambrano el pensamiento nace cuando el tiempo se para.

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[Las notas a pie de página son omitidas para facilitar la lectura en línea]

Isabel Murcia Estrada. Licenciada en Filología Hispánica y en Publicidad y Relaciones Públicas por las Universidades de Almería y de Sevilla, respectivamente, y Máster en Estudios de Género por la Universidad de Almería, actualmente se encuentra realizando sus estudios de doctorado en el Department of Hispanic Languages and Literature de Stony Brook University (SUNY). Ha publicado algunos ensayos sobre literatura en revistas especializadas y ha colaborado con la Facultad de Poesía José Ángel Valente. Es una de las editoras fundadoras de la revista de poesía América Invertida y codirectora del Aula de Poesía con el mismo nombre. Dirige la editorial independiente Cavalo Morto. En España es profesora titular de Lengua castellana y Literatura.

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Artículos, Lucerna No. 3

Ribeyro, muda enfermedad: tras las huellas de un motivo literario ausente (Lucerna N°3)

[Extracto del artículo «Ribeyro, muda enfermedad: tras las huellas de un motivo literario ausente» publicado en Lucerna No. 3 (Julio 2013)]

Por: José Gutiérrez Privat

Los que han frecuentado la obra de Julio Ramón Ribeyro reconocen en ella un conjunto de motivos y temas bastante definidos. En sus cuentos habitan personajes confrontados a la marginalidad social, a situaciones que revelan la sutil corrosión de la soledad y que han sido excluidos de múltiples maneras del «festín de la vida». Por otro lado, la crítica también ha subrayado –especialmente en los últimos años– la fuerte «vena autobiográfica» que animó su producción literaria y que no solo se refleja en sus diarios (La tentación del fracaso) o en sus prosas fragmentarias (Prosas apátridas y Dichos de Luder), sino también en muchos de sus cuentos. Sin embargo, al repasar recientemente algunos de sus textos una pregunta ganó en mí un particular interés. ¿Por qué el tema de la enfermedad –que Ribeyro padeció en prima persona– no constituye un aspecto determinante de su universo de ficción? Es cierto que este tema está presente en muchas de las entradas de su diario, sobre todo a partir de 1973, año en el que sufre dos operaciones muy complicadas de las vías digestivas, así como en algunas de sus Prosas apátridas. Estas anotaciones, siempre mesuradas y discretas, exentas de patetismo o de autoconmiseración, no trascenderán sin embargo de manera explícita al ámbito sus cuentos, a excepción de «Solo para fumadores», en el que el motivo fundamental es, en realidad, su aventura literaria con el cigarrillo.

Solo una vez Ribeyro parece considerar la posibilidad de una narración centrada sobre este tema, e incluso en este caso, no se trata propiamente de un relato de ficción. El 16 de agosto de 1977 anota en su diario la intención de «comenzar un relato o más bien una descripción de mi enfermedad, comenzando por el principio, es decir, por el año 1952». Y agrega inmediatamente: «abandoné el asunto a las tres páginas, pues entraba en demasiados detalles y quiero ser muy conciso. Lo que quiero en realidad es rescatar mi experiencia hospitalaria y transmitir las impresiones de un «gran operado», con toda la crudeza del caso y las reflexiones concomitantes sobre la medicina, la cirugía, la enfermedad y la salud, etc. Será simplemente un testimonio, pero que puede tener cierto interés, aunque sea para los médicos». La interrogante que hemos señalado al inicio sigue, pues, intacta: ¿cómo explicar que la experiencia vital de su enfermedad no encuentre una formulación evidente en sus cuentos? ¿Cómo entender esta ausencia en un autor que alimentó frecuentemente su mundo narrativo de su propia vida? Carlos Zavaleta ha formulado una pregunta parecida respecto al amor apasionado y sexual. En un artículo se extraña de la ausencia de este tema, que fue común denominador de muchos de los autores de su generación, a la cual pertenece Ribeyro. Zavaleta intenta explicar este punto diciendo que Ribeyro había abandonado el amor al ámbito de lo íntimo y de lo privado (sus diarios) y que ello se debía a su «reserva, su timidez y su respeto del asunto». ¿Podríamos decir lo mismo en lo que concierne al tema de la enfermedad? ¿Es posible trazar en Ribeyro una línea de división clara entre aquellos temas que corresponderían únicamente a la experiencia privada y aquellos susceptibles de aparecer a la luz de la ficción?

Creo, en efecto, que una aproximación de este tipo no es especialmente pertinente en el caso de Ribeyro pues asume implícitamente que ciertos rasgos de su personalidad –su reserva o su timidez– serían la explicación última de sus opciones estéticas y creativas. Si el tema de la enfermedad, o más precisamente el de su ausencia, me parece relevante es porque a través de él podemos ver cómo se teje simultáneamente en nuestro autor una particular estética de la creación y una ética de la escritura.

El escritor anatomista
En términos de filiación literaria, la ausencia del tema de la enfermedad puede parecer aun más sorprendente si tomamos en cuenta que la obra narrativa de Ribeyro se reclama, en gran medida, heredera del realismo francés del siglo XIX, periodo en el que se teje una relación estrecha entre el conocimiento médico y la novela. Autores como Balzac, Flaubert, Maupassant, por citar aquellos escritores que sirven de puntos de referencia directos a Ribeyro, pero también Zola, Huysmans o Goncourt, que se sitúan en la vertiente más naturalista del realismo, incorporarán no solo el médico como personaje, sino también la patología como tema para describir la confrontación con la muerte y la desregulación de la existencia individual y colectiva. Más aún, muchos de estos autores asumirán en diferentes grados que la actitud del escritor se asemeja a la del cirujano-anatomista cuya mirada penetra y escruta la intimidad del cuerpo. Zola, uno de los que abrazará con más fervor esta idea, afirmaba en Le roman expérimental (1881) que el novelista debe tratar a sus personajes como el médico trata a sus pacientes y hacía un paralelo entre la experimentación novelesca y la investigación médica. La fascinación de la literatura por la medicina es especialmente intensa en esta época que ve transformarse el conocimiento médico probable en una ciencia positiva. Libros como Recherches physiologiques sur la vie et la mort (1800) de Xavier Bichat o la Introduction à l’étude la médecine expérimentale (1865) de Claude Bernard marcan profundamente la cultura de este siglo y son el emblema de una ciencia que no solo ha llegado a su madurez, sino que promete una nueva visión del hombre. Así, por ejemplo, uno de los personajes del cuento «La maison de Nucingen» de Balzac dirá: «la medicina moderna, cuyo signo de gloria más bello es el de haber pasado, de 1799 a 1837, del estado conjetural al estado de ciencia positiva, gracias a la influencia de la gran Escuela de analistas de París, ha demostrado que en un cierto periodo el hombre se ha completamente renovado». Una mirada rápida a la producción literaria de este siglo no podría evitar encontrarse con personajes que experimentan de un modo u otro la enfermedad (neurosis, histerias) o con descripciones que utilizan el modelo de la observación clínica y retoman los tratados médicos para representar el sufrimiento individual y formular, al mismo tiempo, una crítica social. Más allá de las diferencias sustanciales entre todos estos autores, podría afirmarse que la literatura realista de este periodo intenta conciliar una mirada científica positiva con una representación de la existencia humana a partir de la experiencia del sufrimiento. Como dirá Jean-Louis Cabanes, ella se sitúa en «el interfase de una doble figuración de la morbidez: descripción médica y evocación de una subjetividad patética».

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Artículos, Lucerna No. 3

Las anatomías de la farsa: una lectura de la trilogía «Cleave» de John Banville (Lucerna N°3)

[Extracto del artículo «Las anatomías de la farsa: una lectura de la trilogía «Cleave» de John Banville» publicado en Lucerna No. 3 (Julio 2013)]

Por: Miluska Benavides

Cada tanto, Irlanda alumbra artífices en la lengua inglesa: Yeats, Joyce y Beckett guiaron la órbita de la sensibilidad moderna. No sorprende por ello que en Irlanda se haya formado otro estilista y agudo observador como John Banville (Wexford, 1945), quien ha construido un sólido universo y un lenguaje con identidad propia.

Los afectos literarios de Banville se transparentan en sus ficciones: su interés temático por la obra del poeta alemán Heinrich von Kleist, la admiración por la prosa de Vladimir Nabovok. Sus lecturas de Henry James inspiraron la construcción de un universo intimista, poblado por el silencio, tal como él mismo lo reconoce. El influjo de otro irlandés esencial, Samuel Beckett, se percibe en su depuración del lenguaje y en el diseño de sus personajes, envueltos en la fatalidad de la existencia: esta impronta beckettiana de que no estamos sino en un mundo alquilado.

Las cualidades de Banville, sin embargo, no se reducen a sus virtudes como estilista. Como fabulador ha sabido construir un universo ficcional complejo y reconocible, una constelación de sagas que nos recuerdan las ambiciones de los narradores decimonónicos que deseaban aprehender el universo en una novela, y tantea diversas formas de concebir una totalidad. Entre la vastedad y la precisión de la novela corta, John Banville opta por seccionar su universo en trilogías, como la trilogía Freddy Montgomery: El libro de las pruebas (1989), Fantasmas (1993) y Athena (1995), la trilogía de las revoluciones: Copérnico (1975), Kepler (1981), Carta de Newton (1982) y finalmente la trilogía Cleave, comenzada con la publicación de Eclipse (2000) e Imposturas (2002) y finalizada con Antigua luz (2012). Orbitan fuera de estas constelaciones, pero íntimamente unidas a ellas, El intocable (1997) y Los infinitos (2009). Su novela más célebre, El mar (2005), se podría leer en estilo y tema dentro de la trilogía Cleave –se encuentra más cerca a Eclipse–, por sus motivos: la adolescencia, la muerte y la presencia del mar.
Eclipse: el sol negro

Alexander Cleave es actor: «piensa en tu Hamlet ideal y ahí me tienes». En medio de la representación del Anfitrión de Von Kleist, sufre un colapso: no puede continuar interpretando las líneas de su parlamento, aunque asegura no haberlas olvidado. Decide romper con el mundo cotidiano que lo ha ahogado hasta ese día y regresa a la casa de su madre en el campo, donde creció; Su mujer, Lidia, no lo entiende ni él tampoco nunca a ella. Catherine, Cass, su única hija, de nervios frágiles y cuya enfermedad es una sombra que recorre la novela hasta desatar la tragedia, se encuentra lejos. El primer día en la estancia de su madre, ve el fantasma de su padre. Más tarde ve aparecer una serie de fantasmas. ¿Acaso los vivos no son también fantasmas en potencia?
La novela se presenta como una historia sobrenatural: así como Hamlet, puede leerse como una tragedia en cinco actos desatada por fantasmas. Banville recurre a un mecanismo que hace necesaria la lectura de sus novelas como estadios de una organicidad: la peripecia se desata con un hecho particular, pero luego avanza hacia situaciones que minimizan la premisa inicial y se traslada hacia una situación de mayor complejidad. En Eclipse la premisa parece ser el retorno al hogar y la aparición de los fantasmas del pasado, pero luego este núcleo se va resolviendo con la aparición de los recuerdos. La primera parte, por ejemplo, culmina con la evocación de la muerte de la madre, y es quizá uno de los momentos más elevados de la novela por lo vívido que se torna el recuerdo: el cuerpo de la madre alcanza tal consistencia que resulta un presente tangible. A medida que avanza la novela, Cleave va expiando el pasado y los fantasmas anteriores van diluyéndose. Es entonces cuando la ficción se enfoca hacia los vivos, quienes pronto serán la carga del protagonista: se convierten en fantasmas del presente, la esposa Lidia, el guardián Quirke, la joven Lily y esencialmente, su hija Cass.

Este desplazamiento de la peripecia –que también se apreciará en las dos novelas siguientes– modifica (o supera) la premisa inicial –la visita de los fantasmas–, y la historia cambia lentamente hasta convertirse en una representación de una tragedia ocurrida en nuestra época, motivada por la infausta felicidad de la farsa. La hibris, los momentos de goce y felicidad de Alex Cleave son, sin duda, los causantes: «Podría flaquear, casi caer, sin aliento como desde un soplo, agobiado por el predicamento ineludible de ser quien era. Esto al final me llevó por la garganta al escenario esa noche y ahogó las palabras mientras las recitaba, esta horrorosa conciencia, este insoportable exceso del ser» (87). Eclipse sugiere que la vida nos asigna nuestras formas solamente detrás de una máscara, una textura que oculta una verdadera naturaleza que nunca conoceremos; así las palabras se ahogan porque no significan nada verdaderamente, no reflejan quienes somos. Por ello, Cleave, como Hamlet, perdido en la representación de sí mismo, exclama «Words, words, words», porque su universo carece de una sustancia a la cual retornar: su universo de actor a tiempo completo está formado por palabras y poses que construyen la farsa de ser Alexander Cleave. Estas máscaras lo han llevado al colapso existencial y la solución aparente es el retorno a casa para realizar la búsqueda de sus inicios. Sin embargo, los recuerdos existen, cobran forma tangible y se corporeizan como un pesar, no como un alivio: «Mnemosyne, madre de todos los sufrimientos» (23). Invoca a los fantasmas del pasado, pero la memoria escenifica lo vivido siempre en tiempo presente.

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Miluska Benavides (Lima, 1986). Narradora y traductora. Ha publicado la traducción de Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud (Biblioteca Abraham Valdelomar, 2012), el estudio Naturaleza de la prosa de José María Eguren (Academia Peruana de la Lengua, 2017) y el libro de cuentos La caza espiritual (Celacanto, 2015). Es doctora en literatura latinoamericana por la Universidad de Colorado Boulder y docente de la carrera de Traducción e Interpretación Profesional de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

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