Editoriales, Lucerna N°13

Editorial de Lucerna N°13

Alguien que ha dedicado su vida a los libros –a leerlos, escribirlos y editarlos– debería estar encantado y ser el primero en celebrar que el Estado y la sociedad consideren al libro como un bien de primera necesidad. Pero no es necesario escarbar demasiado para darse cuenta de que un deseo como este, en apariencia tan indiscutiblemente encomiable, genera más dudas que certezas. No viene al caso hacer aquí el elogio del libro ni el recuento de su importancia en la historia de la humanidad. Podríamos llenar páginas sobre lo que el libro significa para cada uno de nosotros y para la sociedad. Pero no será necesario. Su importancia absoluta o relativa está fuera de discusión. Lo que aquí queremos examinar es si es viable considerarlo un bien de primera necesidad en un país como el nuestro, con las profundas desigualdades y carencias en las que vivimos, que la pandemia de este año no hizo sino desnudar.

Está claro que la necesidad de un bien, no es algo que el Estado ni nadie pueda fijar por decreto, menos aún en un contexto en que ni siquiera las necesidades más elementales para la subsistencia están garantizadas. En condiciones como estas, la consideración del libro como bien de primera necesidad solo puede sostenerse en sentido metafórico. El libro solo podrá aspirar a ser tal el día en que las necesidades humanas básicas como alimentación, vivienda y salud, se encuentren cubiertas y esto es algo que ni el más entusiasta defensor del libro puede afirmar que se da en nuestro país.

Necesitamos fortalecer el sector editorial peruano, que se publiquen más y mejores libros, que se formen más lectores y lectoras, pero antes necesitamos tener garantizadas las condiciones mínimas para que el libro pueda ser verdaderamente un bien de acceso libre y universal, uno de los requisitos para que sea de “primera necesidad”. El libro solo puede desplegar todo su poder cuando se ha abandonado el reino de la necesidad y se ha arribado al de la libertad. Si solo algunos pocos pueden acceder a este reino y gozar del privilegio del libro y la lectura, entonces el libro será todo lo valioso que podamos imaginar, pero nunca un bien de primera necesidad.

Alguien que vive por y para los libros sabe perfectamente que el pensamiento crítico que se forma con el trato frecuente con estos, no admite concesiones, idealizaciones o romantizaciones que pretendan aislarlo de la enrevesada maraña de condicionamientos en la que nace un bien tan raro, noble y frágil. Nuestro irremisible amor por ellos no nos debe cegar ante la realidad de que en las circunstancias actuales en que vivimos, el libro no puede ser igual de vital que un respirador, un balón de oxígeno medicinal o una cama de hospital. Un auténtico amor por los libros aspira siempre a que todo lo que tenga ver con ellos conserve un manto de equidad, transparencia y realidad. Pues, si no deberíamos falsear la realidad en nombre de nada, ¿por qué íbamos a hacerlo en nombre de algo que estimamos tanto como el libro?

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Editoriales, Lucerna N° 12

Editorial de Lucerna N° 12

Los esfuerzos por crear una literatura realmente original, independiente y relevante se ven cada día más amenazados por la omnipresencia de monopolios editoriales que tienden a homogeneizar la creación y a invisibilizar toda voz que no encaje en sus parámetros comerciales. Si estamos de acuerdo con que los monopolios de los servicios de salud y otros servicios básicos son perniciosos, porque la falta de libre competencia deja al usuario a merced de las corporaciones; si, peor aún, en muchos países se encuentran prohibidos por ley, ¿por qué aceptamos tan pasivamente la omnímoda presencia de monopolios editoriales? ¿Por qué en el campo literario la falta de libre competencia y de pluralidad sí tiene que ser tolerada? ¿O es que la literatura se ha vuelto algo tan irrelevante que su futuro podemos dejarlo tranquilamente en manos de ejecutivos para quienes no es sino un factor más en el cálculo de sus ganancias anuales? Para quienes todavía creemos que la literatura es un acto de creación artística y vital, irreductible a cifras y proyecciones, ningún monopolio editorial puede ser algo sano, ni tenemos que resignarnos a él como inevitable.

Como revista literaria, si queremos tomar en serio nuestro papel de editores y difusores de creación literaria, debemos resistir al poder homogeneizador de los monopolios editoriales, y ello no solo es posible: es necesario y urgente si queremos preservar la diversidad literaria de nuestro país. Para lograrlo debemos empezar por considerar nuestros actos de creación como actos de resistencia. Y no nos referimos únicamente a resistir los múltiples condicionamientos que amenazan cualquier proceso creativo, sino a una resistencia que es constitutiva al acto de crear. El filósofo italiano Giorgio Agamben señala que todo auténtico proceso creativo se encuentra «suspendido entre dos impulsos contradictorios: impulso y resistencia, inspiración y crítica. Y esta contradicción recorre todo acto poético, desde el momento en que ya el hábito contradice de alguna forma la inspiración […] que por definición no puede ser dominada por el hábito». Agamben llama a esta resistencia inherente al acto de creación la «poética de la inoperosidad», que consiste en la desactivación de las funciones utilitarias de las acciones humanas para liberar a quien las realiza de cualquier determinación o destino biológico o social y ponerlo en disposición de realizar todas las posibilidades que se le abren. Agamben ve a la poesía como «el modelo por excelencia de la operación que consiste en volver inoperosas todas las obras humanas», pues es «una operación en el lenguaje que desactiva […] las funciones comunicativas e informativas para abrirlas a un nuevo, posible uso». Un ejemplo del potencial liberador del que es capaz la inoperosidad de la poesía lo encontramos en los infinitos caminos que Trilce abrió para la lengua española, al no agotarse en la mera praxis poética, ni limitar esta al campo que le ofrecían la lengua y la poesía de su tiempo. Un acto de creación que se lanza a la exploración de lo desconocido como hizo Trilce en su momento –y lo sigue haciendo hoy–, siempre será algo irreductible, inasimilable, a cualquier intento de estandarización.

Frente a la presencia totalizadora de los monopolios editoriales, es necesario mantener intacto todo el potencial de inoperosidad de la creación poética y literaria para rescatarlos de su mecanización y de la producción en serie dictada por imperativos comerciales extrartísticos. Al negarnos a que el paso de la potencia al acto sea mero trámite, la creación no se fosiliza en hábito, el ser humano no se reduce a simple productor, ni, por lo tanto, sus creaciones a meras mercancías. Por paradójico que pueda parecer, solo cuando el artista conserva su impotencia y su resistencia a crear, mantiene su autonomía e integridad artísticas y ya no pesan sobre él los mandatos de ninguna ideología de la productividad. Resistámonos, pues, a crear, editar y publicar bajo la lógica impersonal de los actuales monopolios editoriales y liberemos para nosotros y para los demás, las infinitas posibilidades de la creación humana.

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