Artículos, Lucerna N° 12

Exponiendo los puntos ciegos: la imaginación narrativa y el pensamiento crítico en Puñales escondidos de Pilar Dughi (Lucerna N°12)

Exponiendo los puntos ciegos: la imaginación narrativa y el pensamiento crítico en Puñales escondidos de Pilar Dughi.

Estudio: Carlos Salinas Melchor

[Extracto]

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«Partiendo de lo señalado, en este trabajo quiero proponer una lectura de Puñales escondidos que active la imaginación narrativa y el pensamiento crítico de los lectores y los lleve a reflexionar sobre ciertos puntos ciegos de la sociedad, que la novela permite vislumbrar desde una mirada atenta.

Cuando se me planteó analizar esta novela, al principio pensé en trabajar su relación con la novela policial. Sin embargo, cuanto más profundizaba en su lectura, más notaba que la historia de la señorita Fina y el misterio de los robos a los clientes del banco eran un marco en el que se invita al lector a analizar los cambios de una mujer. De manera más concreta, propongo que la novela permite que el lector, a través de su compenetración con la vida de la protagonista, deconstruya y complejice una etiqueta con la que se sanciona a las mujeres: la de amante. A su vez, también quiero centrar la mirada en cómo la novela expone y representa a la literatura, concretamente a la novela, como un impulso transformador capaz de movilizar a las personas hacia un cambio en sus vidas.

La novela empieza exponiendo una sensación de angustia que envuelve a la protagonista:

«En otros países las operaciones se realizan inmediatamente y en simultáneo, porque están conectadas a través de las máquinas. Todas las agencias. Todos los empleados. Al principio no pudo imaginarse como podría ser aquello. Luego llegaron las computadoras, reemplazaron a las máquinas de escribir y a las calculadoras manuales. Sobre todo aquellos que se resistían a las novedades del nuevo sistema de informática.»

El cambio generacional produce una presión muy marcada que ataca directamente a la protagonista. Ella está frente a un mundo de cambios impensables que le resulta inimaginable, y que ha dejado fuera a casi todos sus contemporáneos, lo que aumenta su situación de soledad. Su generación se siente desfasada e incapaz de adecuarse o comprender los cambios. No obstante, la señorita Fina se ha resistido a ellos: “Pudo haberse jubilado antes, pero la inercia, y el placer que le producía aprender, la hizo actualizarse y competir con los nuevos empleados”. De esta forma, poco a poco, la novela empieza a introducir a sus lectores a una percepción particular del mundo.

Los cambios no se presentan solo desde lo laboral, ya que estos se exponen a través de cómo es percibido y presentado el espacio: “Miraflores ya no era esa pequeña ciudad tranquila de amplias residencias y grandes parques, donde la gente paseaba por las tardes rodeando los malecones sobre los acantilados. En las calles antiguamente silenciosas, ahora se producían embotellamientos de vehículos, porque las pistas ya no se abastecían para el flujo de la población”. El silencio ha sido quebrado por los embotellamientos, la tranquilidad por el flujo de la población. Los cambios no son vistos positivamente y la señorita Fina se siente atrapada, estática, frente a esta situación: “Se asomó por la ventana de su dormitorio. El malecón estaba a una cuadra de distancia y detrás de él, el mar. Era el mismo paisaje que veía desde que era pequeña. El mismo dormitorio. Nunca se había mudado. ¿Moriré también aquí?, se dijo”. Hay, entonces, una acercamiento hacia una subjetividad que confronta con inquietud su inamovilidad con el conjunto de cambios que la rodean e increpan. Ella es un remanente de un pasado que ha sido dejado de lado por el cambio; todo cambia menos ella. Trabajar en un banco no detenta ni poder ni goce cuando todo está cambiando. Una vista hacia el mar no es hermosa ni lleva hacia una reflexión plácida de la naturaleza o la vida; por el contrario, la lleva a reflexionar sobre la impasibilidad de su vida y la muerte, pero no desde una posición satisfactoria, sino como una consecuencia intrascendente de una vida estática.»

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Carlos Salinas Melchor (Lima, 1989). Magíster en Literatura Hispanoamericana y licenciado en Lingüística y Literatura con mención en Literatura Hispánica por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Su interés en el campo de la investigación se centra en la teoría literaria, y en la narrativa hispanoamericana y, sobre todo, peruana. Específicamente, se enfoca en analizar el ámbito teórico de la autoficción y sus características particulares en la narrativa peruana. Candidato a doctor en Literatura Hispanoamericana por la Pontificia Universidad Católica del Perú.

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Artículos, Lucerna N° 12

Ruptura de la tradición: el papel de las jóvenes japonesas de la posguerra en tres películas de Yasujirõ Ozu (Lucerna N°12)

Ruptura de la tradición: el papel de las jóvenes japonesas de la posguerra en tres películas de Yasujirõ Ozu.

Estudio: Talía Vidal

[Extracto]

La unión matrimonial en Japón antes de la Segunda Guerra Mundial se regía por la tradición del omiai que consiste en elegir una pareja con la ayuda de un tercero con base en criterios económicos, sociales y familiares. Sin embargo, el contexto del Japón de la posguerra permitió la popularidad del matrimonio por amor: una nueva actitud de la generación menor liderada por las jóvenes urbanas que reside en un cambio de criterio al seleccionar una pareja con base en un juicio personal y sentimental. A partir de ese momento, el ideal de la “pareja perfecta” varía y provoca una tensión dentro del hogar japonés donde la generación mayor, guiada por valores tradicionales, muestra reticencia ante esta nueva actitud de las más jóvenes de la familia, inspirada por los nuevos valores estadounidenses que llegaron al país tras la derrota en la guerra. En este panorama surge la figura del cineasta Yasujirō Ozu (1903-1963) y su impecable radiografía del hogar japonés de la posguerra. Tal fue su logro que el mismo público nipón y la crítica lo consagró como “el más japonés de los directores japoneses”, título que sigue vigente hasta la actualidad a 56 años de su fallecimiento. Su filmografía cuenta con una serie de películas donde el personaje principal es justamente una de estas jóvenes en pleno proceso de ruptura del omiai dentro del seno familiar como fiel retrato de la época. Además, propone una evolución del mundo interior de este personaje femenino, que coincide cronológicamente con su filmografía. Esto se puede evidenciar en tres films: El comienzo del verano de 1951, El sabor del té verde con arroz de 1952 y Flores de equinoccio de 1958. A continuación los detalles.

La tradición del omiai
El omiai es una antigua práctica japonesa que consiste en introducir a dos jóvenes para concretar un posible futuro matrimonio usualmente bajo la influencia familiar. Por eso en varios casos la futura pareja se consolida entre hijos de amigos de la familia o hijos de personas con las que se hacen negocios. Por otro lado, también la iniciativa nace de los padres cuyos hijos aún no muestran signos de querer buscar una pareja por cuenta propia y que además se encuentran en el rango de edad establecido culturalmente para casarse (entre 22 y 30 años). La primera parte del proceso radica en elaborar un perfil personal con una fotografía adjunta llamada tsurigaki, la cual es entregada a una tercera persona (nakōdo) quien se encarga de buscar a un candidato o candidata compatible. Si ambas partes están interesadas en el perfil del otro se pacta una primera cita formal donde los jóvenes, en primera instancia, son acompañados por los padres y luego proceden a pasear a solas para conversar con mayor privacidad. En el caso de que todo vaya según lo esperado, se seguirán viendo un par de veces más hasta concretar el miai-gekkon (matrimonio por omiai). Pero si no son compatibles, los propios jóvenes optan por terminar rápidamente el ritual de citas arregladas, aunque la presión familiar a lo largo de los siglos ha ejercido una influencia vital en la decisión final.

El origen de esta práctica se remonta a finales del siglo XII con el ascenso de la clase samurái al poder con el fin de formar alianzas políticas y militares a través del matrimonio. Posteriormente, hacia el siglo XVII en el periodo Edo, el omiai se extiende a todas las clases sociales manteniendo criterios fundamentales de selección como son la posición económica privilegiada del pretendiente o su pureza familiar. Este último punto está relacionado con los burakumin: un grupo social marginado hasta la actualidad por ser herederos de la “contaminación espiritual” de sus antepasados según los conceptos de pureza del sintoísmo y budismo. Ellos son considerados “impuros” porque sus familiares realizaron trabajos relacionados con elementos como sangre y muerte (un ejemplo son los carniceros o las labores funerarias). De esta manera, un matrimonio puede no concretarse si en el registro familiar (koseki) aparece esta mácula burakumin en la ascendencia familiar. Actualmente este registro ha sido legalmente prohibido por su carácter discriminatorio, pero sigue usándose sobre todo por familias adineradas. Además, en una de las películas, este tema es mencionado de una manera muy sutil, con lo cual demuestra su vigencia e importancia.

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Talía Vidal (Lima, 1989). Realiza estudios en Historia del Arte en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Forma parte de Lámpara de papel, grupo de gestión de proyectos culturales asiáticos. También es miembro de la Red Iberoamericana de Investigadores en Anime y Manga y del equipo de redacción de la revista Sugoi. En 2014 co-dirigió Cineclub Pasajero, el cual se dedicó a la difusión de animación y terror japonés y ganó una beca de estudios en Carleton College de Estados Unidos donde llevó cursos como Literatura Moderna Japonesa y Manga. En el 2018 dictó un taller sobre la filmografía de Akira Kurosawa en el colegio Los Reyes Rojos.

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Artículos, Lucerna N° 11

El genio salvaje de Emily Brontë. A 200 años de su nacimiento (Lucerna N° 11)

[Extracto del artículo «El genio salvaje de Emily Brontë. A 200 años de su nacimiento» (Lucerna N° 11) (Noviembre 2018)]

Por: Ana Lucía Campoblanco

La figura de Emily Brontë ha sido mitificada a lo largo de los dos siglos de su existencia. Desde ser considerada un ícono de la literatura inglesa clásica, una de las famosas hermanas Brontë, un genio atormentado, hasta un espíritu libre en comunión con la naturaleza; su vida familiar e íntima ha sido psicoanalizada, compadecida y demonizada. En verdad, su existencia y su hogar fueron extraños para la época y lo siguen siendo hoy en día.

Emily fue la quinta de los seis hijos de Patrick Brontë y Maria Branwell. Nació un 30 de julio de 1818 en un pueblo remoto de West Yorkshire, en Haworth. Después de la muerte de su madre, cuando Emily tenía tres años, su tía Elizabeth Branwell se mudó con la familia y se dedicó a impartir a los niños, junto con Patrick, una educación conservadora y religiosa basada en el orden, el método y la limpieza doméstica, además del desprecio por las carnes rojas.

Para divertirse, los hermanos inventaron mundos imaginarios, dibujando mapas y escribiendo historias. Charlotte y su hermano Branwell crearon el reino de Angria; Emily, la isla separatista de Gondal con su hermana menor Anne. “Los sueños me cercaron desde los asoleados tiempos de la niñez despreocupada”, dice en un poema. Y en otro: “¡Qué sombría se pone la noche! Sopla el viento de Gondal…”. El viento de Gondal es el viento de Wuthering Heights, que puede percibirse en toda su creación literaria.

Tanto ella como sus hermanas Charlotte y Anne publicaron sus obras bajo seudónimos masculinos para lograr que sus historias sean leídas. La primera edición de Wuthering Heights fue publicada bajo el nombre de Ellis Bell, en 1847. Emily murió un año más tarde a la edad de 30, solo unos meses después de su hermano Branwell, así que nunca supo del alcance de la fama que logró con su primera y única novela.

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Ana Lucía Campoblanco Beingolea (Lima, 1993). Licenciada de la especialidad de Lingüística y Literatura de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Realizó estudios de literatura inglesa en la Universidad de Kent, Inglaterra. Dedicó su tesis de licenciatura a la novela La ciudad de las bestias, de Isabel Allende. Actualmente colabora con el Centro Andino de Promoción e Investigación para la Vida, editorial dedicada a producir libros infantiles para niños en extrema pobreza.

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Artículos, Lucerna N° 11

Westphalen como «autor» de Las Moradas: unidad y pluralidad de una revista (Lucerna N° 11)

[Extracto del artículo «Westphalen como «autor» de Las Moradas: unidad y pluralidad de una revista» (Lucerna N° 11) (Noviembre 2018)]

Por: Julio Isla Jiménez

Cuando una revista mantiene un interés tan vivo más de medio siglo después de su publicación, no solo es válido sino también necesario indagar por las razones de su vigencia. Es el caso de Las Moradas. Revista de las Artes y las Letras, que Emilio Adolfo Westphalen (1911-2001) dirigió entre 1947 y 1949, cuya creciente estima parece desafiar el habitual destino de las publicaciones periódicas, cuyo carácter coyuntural parece condenarlas al olvido. Si estamos de acuerdo en que los objetos estéticos son los que mejor superan la prueba del tiempo, es válido preguntarse si en la concepción y elaboración de Las Moradas confluyeron algunos factores que la dotaron de un determinado estatuto artístico que nos permite hablar de ella como de una obra de arte en la misma medida en que lo hacemos, por ejemplo, de un poema o una novela.

Sin embargo, apenas empezamos a hacernos estas preguntas tropezamos con algunos obstáculos que parecen infranqueables. El primero de ellos es el hecho insoslayable de que una revista es, por definición, una empresa colectiva a la que es difícil atribuirle una autoría individual. Una revista, por otro lado, está compuesta de un conjunto de textos autónomos de la más diversa índole que no necesariamente guardan unidad entre sí, mientras que una obra artística o literaria, por más heterogéneas que sean sus partes, constituye una unidad autónoma e indivisible. Para salvar estas dificultades y contradicciones es necesario analizar si en la concepción y elaboración de una revista se afrontan los mismos problemas y antinomias que concurren en todo proceso creativo individual y si, por ello, es posible hablar de ella como de una obra de arte.

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Julio Isla Jiménez (Lima, 1980). Magíster en Literatura Hispanoamericana por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha colaborado en el Diccionario histórico de la traducción en Hispanoamérica, publicado en España, y elaborado estudios introductorios de Manfredo de Lord Byron y Antonio y Cleopatra de William Shakespeare. Ha publicado la pieza teatral El sueño de Noé (2015). Dirige el sello Alastor Editores.

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Artículos, Lucerna No. 8

La era de Funes: una reflexión a propósito de la «Segunda consideración intempestiva» de Nietzsche (Lucerna N° 8)

 

[Extracto del artículo «La era de Funes: una reflexión a propósito de la «Segunda consideración intempestiva» de Nietzsche», publicado en Lucerna N° 8 (Noviembre 2015)]

Por: Luz Ascárate

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1. La historia al servicio de la vida
Nietzsche inicia esta Consideración con una cita de Goethe, con la cual anticipa la idea de que la historia como mera “superfluidad de conocimiento”, o lo que es lo mismo, como “aquello que únicamente me instruye sin acrecentar mi actividad o animarla de inmediato” debe resultarnos odiosa en tanto que no está al servicio de la vida. Cree así, pues, Nietzsche, y esta es la idea primordial que se defiende en todo el texto, que debemos servir a la historia, “sólo en la medida en que la historia sirve a la vida”. Atiéndase aquí que no se está denunciando a toda la historia (Geschichte), sino únicamente a aquella que, habiéndose convertido en estancado conocimiento (Historie), deja de servir a la vida. Los diversos sentidos que puede tomar la historia, así como sus concepciones y sus modos, o útiles o perjudiciales para la vida, son tratados por Nietzsche en los tres primeros capítulos de este texto, con los cuales, según Jähnig, “el escrito ha tenido hasta ahora su mayor influencia”

Uno de los momentos críticamente más intensos, explicativamente más claros y, por qué no decirlo, poéticamente más bellos, se encuentra al comienzo del capítulo primero con la imagen del rebaño: “Contempla el rebaño que pasta delante de ti: ignora lo que es el ayer y el hoy, brinca de aquí para allá, come, descansa, digiere, vuelve a brincar, y así desde la mañana a la noche, de un día a otro, en una palabra: atado a la inmediatez de su placer o disgusto, en realidad atado a la estaca del momento presente y, por esta razón, sin atisbo alguno de melancolía o hastío”. A diferencia del animal, el hombre se vanagloria de su humanidad frente a la bestia pero envidia su felicidad porque la bestia olvida. Así vive el animal, dice Nietzsche, “de manera no histórica (unhistorisch)”. Atendemos aquí que Nietzsche entiende, tal como Spinoza, a la felicidad como el rasgo primordial de lo viviente. Para que el hombre afirme la vida es preciso, pues, el olvido: el sentir históricamente se asemeja a “prescindir del sueño” en el caso del hombre, o rumiar continuamente, en el caso del animal. Vivir ahistóricamente es necesario para la vida, así como el sueño es necesario para la vigilia, y es en la vida en que observamos la continuidad –que puede ser leída desde el punto de vista corporal, nos aventuramos a decir– entre el animal y el hombre.

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Luz Ascárate (Callao, 1989). Es docente de la universidad París I Panthéon-Sorbonne y está calificada a las funciones de maître de conférences en filosofía en la campaña 2020 del CNU de Francia. Es doctora en “Filosofía y ciencias sociales” por la PUCP (Lima) y la EHESS (París), bajo la modalidad “cotutela”, con una tesis sobre los conceptos de imaginación y emancipación en la filosofía de Paul Ricoeur. Realiza actualmente una tesis en ontología fenomenológica en la universidad París I Panthéon-Sorbonne. Ha publicado poemas y artículos académicos en revistas diversas, así como contribuciones en libros colectivos. Sus publicaciones se sitúan en la intersección de la fenomenología hermenéutica y de la filosofía social. Ha publicado el libro de poemas en edición digital Lo irreal intacto en lo real devastado (Alastor Editores, 2020).

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Artículos, Lucerna No. 10

Entre pintura y literatura: la representación del artista en «La obra maestra desconocida» de Balzac (Lucerna N°10)

[Extracto del artículo «Entre pintura y literatura: la representación del artista en «La obra maestra desconocida» de Balzac», publicado en Lucerna N°10 (Diciembre 2017)]

Por: Katia Yoza

“La obra maestra desconocida” es un cuento de Honoré de Balzac publicado inicialmente en 1831 en el diario L’artiste bajo el título “Maître Frenhofer” y posteriormente bajo diversos títulos hasta ser integrado en La comedia humana en 1846. El cuento trata sobre la representación del artista a través, sobre todo, de las reflexiones sobre el arte del maestro Frenhofer, quien genera intriga con su obra maestra desconocida.

Los protagonistas son tres pintores de tres generaciones diferentes: Frenhofer, Porbus y Poussin. La llegada de este último es el punto de partida de la historia. Él sería el representante del arte clásico en su apogeo, como lo afirma Nathalie Kremer. Porbus, de aproximadamente cuarenta años, es el maestro admirado por Poussin. Pourbus, como lo explica Chantal Massol-Bédoin, representa al pintor académico de la Corte, por lo que se caracteriza por su dominio de la técnica. Tanto Pourbus como Poussin son personajes históricos –Frans Pourbus el joven y Nicolas Poussin–, mientras que Frenhofer es el único pintor ficticio.

Frenhofer es el pintor romántico del cuento, el más experimentado y el autor de la obra maestra desconocida. Su representación se confronta constantemente a la de Poussin: el texto de Balzac desarrolla, sobre todo, un diálogo entre dos representaciones de artistas: la del maestro y la del aprendiz. Así, “La obra maestra desconocida” posee aspectos que pertenecen tanto a la novela de aprendizaje como a la novela del artista. En efecto, la narración comienza con la presentación de Poussin en el atelier de su artista admirado y continúa con su aprendizaje constante alrededor de Frenhofer: la relación entre el aprendiz y el maestro es una fase ineludible de la formación del artista. Sin embargo, como analizaremos, este cuento es un caso particular, pues se trata del aprendizaje del joven artista, así como de la desmitificación vivida por el gran maestro.

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Artículos, Lucerna No. 7

El París de González Prada, la estatua de Diderot y la figura del escritor de combate (Lucerna No. 7)

[Extracto del artículo «El París de González Prada, la estatua de Diderot y la figura del escritor de combate», publicado en Lucerna No. 7 (Junio 2015)]

Por: Julio Isla Jiménez

Para todo intelectual hispanoamericano de fines del siglo XIX, el viaje a Europa, y sobre todo, a la que era por entonces su capital cultural, París, significaba un rito iniciático y una inmersión en la modernidad viviente. Como hombre de su tiempo, Manuel González Prada (1844-1918) no podía dejar de emprender este peregrinaje a la meca cultural de su época. Pero este viaje adquiere para él características peculiares, pues a diferencia de otros intelectuales hispanoamericanos cuyo espíritu cosmopolita despierta recién al contacto con el viejo continente, la estancia europea de González Prada (1891-1898) encuentra a un pensador ya maduro ideológicamente, de quien su esposa francesa diría que en París conocería “los centros de estudio donde había vivido mentalmente” y un “ambiente de civilización” al que “pertenecía espiritualmente”.

No hay que creer, sin embargo, que su estadía en tierras galas no dejó ninguna huella en el espíritu del autor de Pájinas libres. Su visión de la realidad y la cultura francesas no será de ingenuo deslumbramiento, sino que estará impregnada del mismo espíritu crítico con que ya juzgaba con severidad la realidad peruana. Las diversas observaciones y experiencias que hará en suelo europeo, aunque, ciertamente, no cambiarán lo esencial de su pensamiento, serán, no obstante, como intentaremos demostrar, decisivas para afianzar sus convicciones acerca de cuáles son los deberes de un escritor en la sociedad. A través de semblanzas y contrastes con otros hombres de letras de su época, González Prada va delineando la figura del escritor radical e implacable que encarnará a su retorno al Perú: un polemista que no tiene miramientos en escarnecer con acritud los males de la sociedad peruana.

Una visión crítica de la Francia de finales del siglo XIX
Son cinco los años que el matrimonio González Prada permanece en París (1891-1895), antes de continuar viaje hacia otras ciudades del sur de Francia y partir hacia España. La visión que el poeta peruano se forma de la capital francesa se debate entre la admiración de sus portentos y la reserva crítica, y será continuamente contrastada con la Francia y el París imaginarios que se había forjado gracias a las lecturas que hizo en Lima de los grandes escritores y pensadores franceses. Aunque en su formación literaria confluyen tradiciones como la alemana, inglesa, italiana y española, la francesa ocupa un lugar preeminente, tanto en su formación como poeta como en su desarrollo como pensador. Es difícil pensar en otro escritor de su época que conociera tan profundamente la literatura francesa antigua y moderna. González Prada fue un gran admirador no solo de los poetas románticos y parnasianos, sino también de los grandes pensadores franceses de su tiempo, pero, sobre todo, de ilustrados y enciclopedistas como Voltaire, Diderot y d’Alambert. El pensamiento ilustrado ejercerá una influencia decisiva en su ideario político y filosófico y será determinante en la visión crítica que se formará de la Francia de finales del siglo XIX, y en el modelo de escritor que encarnará a su retorno al Perú.

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[Las notas a pie de página han sido omitidas para facilitar la lectura en línea]

 

Julio Isla Jiménez (Lima, 1980). Magíster en Literatura Hispanoamericana por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha colaborado en el Diccionario histórico de la traducción en Hispanoamérica, publicado en España, y elaborado estudios introductorios de Manfredo de Lord Byron y Antonio y Cleopatra de William Shakespeare. Ha editado y prologado el libro Más allá de los cielos. Antología poética y teatral del poeta peruano Carlos Germán Amézaga. Ha publicado la pieza teatral El sueño de Noé (2015).

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Artículos, Lucerna No. 6

Los territorios de la lengua poética en el primer Westphalen (Lucerna N°6)

[Extracto del artículo «Los territorios de la lengua poética en el primer Westphalen», publicado en Lucerna No. 6 (Diciembre 2014)]

Por: Ina Salazar

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A diferencia de José María Arguedas y César Moro, Emilio Adolfo Westphalen no es un poeta bilingüe o multilingüe, su idioma de creación fue el castellano, nunca se sintió ni desgarrado ni minusválido en su lengua materna/natural, pero sí sintió la necesidad de una distancia crítica con respecto al castellano como lengua de creación. Admiraba como lo escribió en varias ocasiones a los escritores que manejaban en su creación dos o más lenguas, más precisamente a los muy cercanos Moro y Arguedas, y era consciente también de los desgarramientos que ese estar entre dos lenguas (la dominante y la acallada en el caso del autor de Los ríos profundos) podía ocasionar. Si bien se crió en un hogar donde se hablaba predominantemente español, en éste resonaban otros idiomas, el quechua, idioma de la servidumbre, lengua del otro silenciado, “realidad ofuscante”, como también “(la) pintoresca mezcla de vocablos genoveses, italianos y españoles” de la abuela materna, oriunda de Liguria, y finalmente de vez en cuando el alemán del padre con algún conocido o cliente. En el Colegio Alemán donde cursó estudios, curiosamente encontró más afinidad con el inglés que le dio “acceso a los mundos fascinantes de Dickens o Stevenson” (Westphalen, 1984). La pasión por la literatura fue también lo que lo llevó a aprender solo el francés al sospechar poco fidedignas las traducciones que circulaban. Desde esos primeros tiempos, por consiguiente, como lo dice él mismo, una de sus mayores satisfacciones fue la lectura de autores de habla francesa e inglesa. Esta temprana curiosidad y apertura a la literatura y a la poesía en otras lenguas fue fundamental en la formación del poeta: “en cierta manera podría decir que mi comprobación de las virtudes y deficiencias del español para la trasmisión de unas experiencias especiales que llamaré poéticas, estuvo supeditada al descubrimiento de las posibilidades distintas —acaso a veces adaptables de riqueza expresiva que poseen esos idiomas.” (Westphalen, 1984).

El manejo de otras lenguas forma parte del bagaje cultural del joven Westphalen que a fines de los veinte e inicios de los treinta empieza a escribir y publicar sus primeros poemas. Podemos definir esos años como tiempos formativos que van a desembocar en Las ínsulas extrañas de 1933 y Abolición de la muerte de 1935, dos obras mayores de la poesía peruana contemporánea que proponen una lengua poética de una extraordinaria libertad y un dominio inusitado de los recursos expresivos vanguardistas, una lengua poética que suena totalmente extraña y novadora, pero de otra manera que Trilce, diez años antes. Cuando uno examina los primeros poemas publicados en diversas revistas entre 1929 y 1931 y los compara con el primer libro, Las ínsulas extrañas, constata que la poesía de Westphalen, más que pasar por un proceso de gestación, ha dado un salto cualitativo bastante sorprendente. Los primeros poemas a los que me refiero son textos que nuestro poeta nunca quiso incluir en las diferentes ediciones de su obra poética, considerándolos intentos iniciales sin verdadero valor. Me refiero a “Teoremas”, “Itinerario en forma de caracol”, “Agujas de aire” y “Ascensión” de 1929; “Poema del alba” de 1930, “Romance del Mar del Sur”, “Homenaje a Harry Rigs” y “Poema sin paraguas” de 1931. A la lectura de estos poemas, se constata una clara impronta de José María Eguren en la imaginería del joven poeta, tanto en el lenguaje y las figuras, como en la atmósfera y los temas.

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Ina Salazar (Lima, 1959). Reside en París desde 1978, donde cursó estudios de letras modernas y realizó un doctorado con una tesis sobre Emilio Adolfo Westphalen. Se desempeñó entre 1996 y 2010 como profesora de literatura hispanoamericana en la Sorbona y desde 2011 ocupa la cátedra de literatura hispanoamericana de la Universidad de Caen-Basse Normandie. Ha publicado artículos en revistas de Francia, Estados Unidos y el Perú, en torno a la poesía peruana del siglo XX y XXI. Además de traducciones de autores peruanos (Vallejo, Salazar Bondy, Eielson, Moro) ha efectuado traducciones de poesía francesa contemporánea publicadas en revistas especializadas. Como poeta ha publicado El tacto del amor (1978), En tregua con la vida (2002) y En las aguas de la noche (2014).

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Artículos, Lucerna No. 5

Vivir a través de una canción: la vitalidad de la poesía de Javier Sologuren (Lucerna N° 5)

Javier Sologuren

[Extracto del artículo «Vivir a través de una canción: la vitalidad de la poesía de Javier Sologuren» publicado en Lucerna No. 5 (Julio 2014)]

Por: Daniel Romero Suárez

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Plenitud poética: La hora (1980)

La hora es parte de los poemas de largo aliento de Sologuren. El primero es Estancias en el que, como hemos revisado rápidamente, se da una síntesis de los motivos y raíces de la voz poética. Luego viene Recinto (1967) que, en palabras de Peter Elmore, “sitúa al sujeto en un espacio físico –simultáneamente natural y cultural– trabajado por la arqueología. La excavación es el correlato de la reflexión sobre la búsqueda del sentido: hacia el final, la vertiginosa enumeración de datos y vivencias parece el equivalente existencial de un catálogo de tesoros desenterrados”.En La hora, aunque debemos suponer que se tiene como base las experiencias personales del poeta, se trata de una aventura universal de búsqueda de la poesía a la luz de experiencias pasadas.

El poema inicia con la intranquilidad que el pasado le produce a la voz poética. Las “palabras y sucesos [que] desuellan la conciencia” son los que provocan la aventura que, como se verá, no seguirá necesariamente un desarrollo lineal, y será, por lo tanto, una aventura que deflagra, que arde súbitamente, en diversos puntos. La aventura se inicia con la imagen de un barco que se debate entre dos polos: el desorden calmado (“vórtice devuelto a la quietud y a la calma”) y la celebración del desorden (“vivo irrefrenablemente en su locura”). Esta antítesis crea “[…] una mortal riqueza / con los azogados planos / del agua”. Y el agua, corrupta, genera un primer fracaso: “naufragan los mensajes”.  Sin embargo, en esta situación, “el no abatido pero golpeado entendimiento” surge como la posibilidad de salvación, pues se acerca a una primera figura del arte, la alegoría, y se considera el mar, que antes provocó el naufragio, ya no como lugar de deterioro, sino como el destino que producirá la escritura.

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Artículos, Lucerna No. 1

El ulises salmón de los regresos: escepticismo y nihilismo en Muerte sin fin de José Gorostiza (Lucerna No. 1)

José Gorostiza

[Extracto del artículo «El ulises salmón de los regresos: escepticismo y nihilismo en Muerte sin fin de José Gorostiza» publicado en Lucerna No. 1 (Agosto 2012)

Por: Julio Isla Jiménez

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Escepticismo, nihilismo y más allá
Acaba, pues, de consumarse la caída, la destrucción del ser, la muerte de dios. El «ulises salmón de los regresos» ha desandado «su camino hacia las algas» (IX, 100-102)… ¿se trata, pues, del final del camino? Para algunos comentaristas tal vez sí. Para Octavio Barreda, por ejemplo, el final de una aventura espiritual como la de Gorostiza «necesariamente tenía que caer en un escepticismo, en un desaliento moral tan intenso que casi está a punto de traspasar los lindes de “azúcar y coral” de la filosofía cínica». Veremos si es así.

De un modo similar a la famosa «muerte de Dios» nietzscheana, la caída del Espíritu de Dios que tiene lugar al final de Muerte sin fin, representa el derrumbe del sistema de creencias y valores que se había erigido sobre él, y que eran fundamento y justificación de la existencia humana. Esta caída es el origen de la corriente de pensamiento conocida como nihilismo. A grandes rasgos, el nihilismo puede concebirse como la: «expresión de un malestar de nuestra cultura, que se superpone, en el plano histórico-social, a los procesos de secularización y racionalización, y, con ello, de desencanto y fragmentación de nuestra imagen del mundo, y que ha provocado en el plano filosófico, en lo que respecta a las visiones del mundo y los valores últimos, la corrosión de las creencias y la difusión del relativismo y el escepticismo». (Franco Volpi. El nihilismo. Madrid: Siruela, 2007, p. 187.)

Ahora bien, mientras que al escepticismo le habíamos concedido un «valor social terapéutico», por cuanto dotaba de la necesaria incredulidad para cimentar mejor los móviles de nuestras acciones, el nihilismo socava los fundamentos mismos de la existencia y no ofrece una salida para la omnipresencia de la nada. Una consecuente aceptación del nihilismo parece conducir a un intento de fundar nuevos valores para reemplazar aquellos cuya legitimidad se ha perdido. Otra vía, por la cual opta Muerte sin fin, es la de iniciar el retorno de la forma al vacío, del ser a la nada, del lenguaje al silencio, pero no en vano, sino para iniciar un nuevo ciclo, un nuevo recorrido desde las formas elementales hasta las más complejas, para morir nuevamente, sin fin. Pero para ello es absolutamente necesario haber tocado fondo, haber experimentado la más oscura desolación, el abismo de la nada.

Por ello, Muerte sin fin, aunque parece haber desembocado en el nihilismo, no se se detiene en él, no es su última parada. Hay algo más allá del nihilismo: «Pero en Nietzsche, como lo recuerda Heidegger y lo creemos en Gorostiza, la devaluación de los valores supremos y la conciencia de esa imposibilidad de realización no significa notoriamente la ruina. El no frente a los valores anteriores, la conciencia de los “tiempos de penuria” y la ausencia de dioses, de Dios, presupone un sí a una nueva posición de valores, a una nueva presencia. El pesimismo es solo un momento que tiene que ser superado». (Humberto Martínez. «Hacia lo no dicho en Gorostiza», en José Gorostiza. Poesía y Poética., Op. Cit., p. 258.) Pero antes de poder superar escepticismo, nihilismo y pesimismo, es necesario haber hecho el descenso hacia la nada, haber experimentado en carne viva esta «muerte sin fin», este sueño cruel que «ay, punza, roe, quema, sangra, duele» (VIII, 56). Como señala Humberto Martínez: «El desamparo y el escepticismo deben tocar fondo, en un mundo que es, ahora, lo sin fondo, lo destruido de fundamento. Para escapar de él hay que iniciar la marcha que baja hasta el fondo. El fondo de la noche del mundo es el único en donde se puede preparar la nueva estancia, la morada para que Dios se dé a la mirada de los hombres. La morada, la habitación, lo será también del hombre: es ese espacio vital que reúne en sí mismo aquello que estaba disperso dándole un sitio, un lugar, construyendo un espacio. El tocar fondo prepara el camino del ascenso. La conciencia de la máxima ausencia prepara el terreno a la Presencia. La época ateísta, diría Heidegger, está más cerca de la experiencia de Dios que la teísta de la metafísica o de la religión instituida».

Como ha podido verse, el implacable rigor escéptico de Muerte sin fin no concede por sí mismo una salida, una posibilidad de redención, una esperanza. Pero, aunque parezca contradictorio, precisamente en esa honestidad, en esa valentía para señalarnos que no hay escapatoria al poder destructor de la nada, es que encontramos la dignidad para enfrentarla, pues, como dijo Walter Benjamin, ante el advenimiento de la barbarie fascista: «Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza».

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